5.1: Principios del siglo XX en Hispanoamérica
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El siglo XX latinoamericano puede resumirse como un péndulo entre el esfuerzo por cambiar y la tendencia a prolongar las condiciones de desigualdad extrema y de dependencia económica heredadas de la colonia y no superadas durante el siglo XIX. Mejorar las condiciones de marginación para el pueblo y lograr más soberanía nacional fue la gran preocupación explícita (aunque no necesariamente práctica) de la mayoría de los intelectuales y de muchos políticos, pero preservar los intereses de las élites minoritarias fue la misión práctica (aunque rara vez explícita) de casi todos los gobiernos, en economías definidas por la inversión extranjera. La pintura de la derecha es parte de la estética que emerge durante las primeras décadas del siglo que, tras el exotismo asociado con el estilo modernista, prefiere explorar lo cotidiano, lo local y la historia no europea, con la aspiración de redefinir identidades nacionales más inclusivas. El "hombre pájaro" era un ícono de oro que, según la leyenda, enterró la gente originaria de lo que hoy es el noroccidente de Colombia, para protegerla de la codicia de los conquistadores. Es un buen símbolo del esfuerzo por "desenterrar" la historia y la cultura de sectores marginados de la población. |
Hombre pájaro (1936), de Pedro Nel Gómez (Colombia 1899-1984). GOJUKA, CC BY-SA 3.0, via Wikimedia Commons |
Expansión económica y cambios sociales
materias primas: raw materials |
En muchos países latinoamericanos, el siglo XX comenzó con una expansión económica exportadora de materias primas que produjo considerable crecimiento urbano y aumento de las clases media y obrera. Algunos sectores de la élite comerciante favorecieron reformas políticas para obtener el apoyo de un sector más amplio de la población. En Argentina se abrió el voto para los hombres de clase media en 1912; Uruguay convocó a una asamblea constituyente con participación de todos los ciudadanos; Chile adoptó un sistema parlamentario; Brasil, tras el desmonte de la monarquía en 1889, inició un periodo de política electoral; y en México, un grupo de liberales se rebelaron contra el monopolio estatal de la dictadura positivista. Por otro lado, el activismo obrero y campesino, conectado con el fortalecimiento mundial de movimientos de izquierda, tomó mucha relevancia, ya que las huelgas y protestas tenían un impacto crucial en la economía. Así, la movilización laboral –anarquista, sindicalista, comunista– se hizo sentir durante estos años. Esta movilización propició procesos de redefinición de lo nacional, como en el caso de la Revolución Mexicana (1910-19), que tuvo una inmensa influencia cultural en la región. Los debates y las iniciativas para redefinir el lugar de clases trabajadoras tradicionales tales como indígenas o afrodescendientes, así como la impresión de que el modelo europeo no era necesariamente superior, hicieron crecer el interés en manifestaciones locales y en visiones alternativas sobre el destino de las naciones. Esta redefinición de las identidades nacionales y de las artes respondía también a los cambios por los que atravesó Europa occidental en las primeras décadas del siglo. Hasta fines del siglo XIX, la cultura Occidental se consideraba una fuerza civilizadora superior para el progreso y la concordia social. Al mismo tiempo, especialmente con Karl Marx (1818-1883), los principios del capitalismo y de la sociedad burguesa comenzaron a ser fuertemente cuestionados. Estudiosos de la conciencia como Sigmund Freud (1856-1939) disputaron el imperio de la razón (la idea iluminista de que el hombre era un animal racional) y subrayaron la importancia de otros aspectos de la psique, como el inconsciente, los sueños y las emociones. En 1905 y 1915, Albert Einstein (1879-1955) publicó sus teorías de la relatividad, generando una revisión total de cómo se concebía la realidad. Por otro lado, La decadencia de Occidente (1918-22), obra del filósofo alemán Oswald Spengler (1880-1936), postulaba el envejecimiento de la civilización europea y su necesidad de renovarse en contacto con otras culturas. La pesadilla de la Primera Guerra Mundial (1914-18) pareció confirmar estas tesis y puso en crisis la confianza en la superioridad europea, cuestionando también el valor de los proyectos colonialistas o imperiales. Todo ello contribuyó a un autoexamen radical de la cultura y de las artes occidentales, así como a un sentimiento nacionalista y de orgullo por lo no europeo en las Américas. |
en consonancia con: in keeping with |
En consonancia con estas fuerzas modernizadoras, aparece también desde fines del siglo XIX una creciente organización y participación política de las mujeres, quienes han tenido que negociar el papel tradicional de madres sacrificadas y virtuosas (el modelo de la Virgen María, o “marianismo”) para abrirse paso en la vida pública. A comienzos del siglo, la protesta contra la desigualdad legal, política y económica entre los sexos muchas veces se articuló a través de las organizaciones de maestras, ya que eran un sector instruido de clase media con clara conciencia de la discriminación que sufría. Por ejemplo, las académicas y educadoras que participaron en los congresos científicos del Cono Sur entre 1898 y 1910, promovieron discusiones sobre la desigualdad sexual en educación, salud pública, nutrición y crianza de los niños. La visibilidad de muchas intelectuales, escritoras y artistas aumenta también gracias a estas iniciativas. |
Impacto de la Revolución Mexicana
dar lugar a: to give way to |
La movilización armada de los años 1910-25 no transformó radicalmente la economía ni la estructura de clases en México. Pero sí dio lugar a nuevas formas de participación ciudadana entre 1920 y 1940: ligas campesinas, sindicatos, organizaciones gremiales. Todo esto produjo una política de masas muy diferente del estilo autocrático y personalista heredado de la colonia. El balance de poder se alteró de manera fundamental en un país que pronto tendría la población hispanohablante más grande del mundo. En vez de una “dictadura del proletariado” como en Rusia y China, el Estado se convirtió en un árbitro entre tres clases sociales –los campesinos, los obreros y la burguesía liberal–, con los límites impuestos por la fuerte influencia estadounidense, a menudo aliada con la élite tradicional. El modelo mexicano, aunque no se repitió en ningún otro país, tuvo gran impacto en el pensamiento político y social de América Latina, desde Brasil hasta Guatemala. En el campo cultural, México se convirtió en un epicentro del proceso de redefinición de identidades colectivas que ocurrió en Occidente durante los años veinte y treinta. En muchos países de ambos continentes hervía también la protesta social y los Estados debieron debatir cómo integrar al pueblo trabajador en la identidad nacional. Europa misma, descentrada, buscaba valores estéticos en otras culturas. La experiencia mexicana de los años veinte y treinta, con el entusiasmo de construir una nueva sociedad y con un énfasis en la educación y la producción artística, tuvo entonces mucho que decir al mundo. Así lo resumía en 1925 el intelectual dominicano Pedro Henríquez Ureña en un discurso a los estudiantes argentinos: “Está México ahora en uno de los momentos activos de su vida nacional, momento de crisis y creación . . . Está haciendo la crítica de su vida pasada, afirmando su carácter propio, declarándose apto para formar su tipo de civilización” (11). Fue una era de afirmación y creatividad populares, en la que la guerra simbólica y la construcción de héroes eran tan importantes como la confrontación armada. El florecimiento y activismo de las artes plásticas fue una de las manifestaciones más elocuentes de este espíritu. Decenas de artistas de ambos sexos inundaron de murales, pinturas y grabados la imaginación nacional con críticas de la civilización occidental y, sobre todo, intentando aprender del pasado y del presente indígenas para presentar una visión constructiva, combativa y a menudo idealizada del pueblo como fuente de un nuevo tipo de sociedad. Varios de estos artistas –tales como Frida Kahlo, Diego Rivera, José Clemente Orozco, David Alfaro Siqueiros– recibieron gran reconocimiento internacional: “Por primera vez, los artistas latinoamericanos hallaron en su propia casa algo que fascinaba a Europa: lo indígena, lo africano, la tierra” (Franco 102). La experiencia mexicana fomentó de este modo también un sentimiento no solo nacionalista, sino de afirmación de lo latinoamericano en su conjunto. Como en 1986 afirmaría el poeta mexicano y premio Nobel de literatura Octavio Paz, “La Revolución Mexicana fue el descubrimiento de México por los mexicanos . . . una revelación” (229). La palabra “descubrimiento” sugiere el alcance descolonizador de esta rebelión que transformó la manera en que el país se concebía a sí mismo. La palabra “revelación” alude a la dificultad de nombrar un fenómeno que muchos cuestionan como “auténtica” revolución. Lo cierto es que esta “respuesta a la herida de la Conquista” (Fuentes 209), de trascendencia mundial, marcó un hito en el largo e incompleto proceso de construir sociedades justas y autónomas en América Latina. |
Indigenismo, negrismo, novela regional
Dentro de la redefinición de las identidades nacionales a comienzos del siglo XX, la producción intelectual (arte, literatura, estudios) relacionada con elementos culturales no occidentales de América, que ya tenía una trayectoria de siglos, alcanzó particular visibilidad y un fecundo desarrollo. En países con numerosa población de origen precolombino, hubo una proliferación de obras críticas, literarias y visuales sobre los pueblos originarios, conocida como el indigenismo. Su objetivo central y explícito era subrayar la relevancia de los pueblos originarios para la identidad sociopolítica y cultural de estos países. Este objetivo lo distingue de representaciones románticas y sentimentales (conocidas como “indianismo”) que no buscaban denunciar la explotación histórica de esta población ni profundizar en las causas de sus frecuentes rebeliones. En 1924, por ejemplo, el peruano Raúl Haya de la Torre fundó la Alianza Popular Revolucionaria Americana -APRA-, un movimiento de base sindicalista que proponía sacar de la pobreza a la población indígena y hacer un reparto más equitativo de la riqueza. Simultáneamente, los peruanos César Vallejo, en poesía, Martín Chambi, en fotografía y, en la narrativa, José María Arguedas y Ciro Alegría, entre muchos otros, incorporan de manera fecunda y perceptiva parte de la experiencia y aspiraciones de esa presencia indígena. Obras e iniciativas similares surgieron, a través de todas las manifestaciones estéticas y sociales, en países como México, Guatemala, Ecuador y Bolivia.
En el Caribe, el negrismo buscó reconocer la presencia de origen africano en la cultura nacional con figuras como Nicolás Guillén (Cuba), Aimé Cesaire (Martinique) y Marcus Garvey (Jamaica). En el Caribe, el antropólogo Fernando Ortiz (Cuba 1881-1969) difundió estudios sobre las culturas africanas trasplantadas a las Américas. Por esa época el gusto por el jazz norteamericano se desarrolló también en Europa, y ganaron terreno iniciativas político-culturales para reivindicar la presencia africana en Estados Unidos (Harlem Renaissance), Jamaica (Marcus Garvey) y las Antillas francesas (Aimé Césaire y el movimiento négritude), entre otros. Una expresión hispanoamericana de esos intereses fue el movimiento literario de “el negrismo”, que buscó reconocer la población de origen africano y su sentido en la cultura nacional, y recíprocamente enriquecer la producción estética con la fecundidad cultural de esa presencia en muchos países hispánicos. El negrismo tuvo particular repercusión en la poesía, ya que incorporó ritmos y sonoridades afrocaribeños, uno de los aspectos más notables de la producción cultural de los esclavos y sus descendientes. Así se produjo una vena poética de gran belleza y novedad en esos años de experimentación formal, aunque con diferentes niveles de exotismo. Algunas figuras destacadas en la poesía negrista de la primera mitad del siglo XX fueron Luis Palés Matos (Puerto Rico 1898-1969), Manuel del Cabral (República Dominicana 1907-1999), Emilio Ballagas (Cuba 1908-1954), Adalberto Ortiz (Ecuador 1914-2003) y Jorge Artel (Colombia 1909-1994). Entre ellos, el que alcanzó mayor resonancia internacional fue el cubano Nicolás Guillén (1902-1989). La literatura afrohispánica ha continuado profundizándose como un sector fundamental de la producción cultural de toda América Latina, y de específica relevancia para la inmensa población afro descendiente en el Caribe (que incluye las islas y las costas caribeñas de México, Centroamérica y el norte de Suramérica), Brasil, Uruguay y la costa pacífica de Perú, Ecuador y Colombia.
En zonas cuya población campesina era mayormente mestiza, como en Argentina, Venezuela y Colombia, la novela de la tierra (también llamada regional o telúrica) buscó investigar lo “autóctono” y proponer visiones del desarrollo nacional que tuvieran en cuenta el carácter distintivo de la geografía y etnicidad suramericanas. Autores como Rómulo Gallegos (Venezuela 1884-1969), José Eustasio Rivera (Colombia 1888-1928), Ricardo Güiraldes (Argentina 1886-1927), Mariano Azuela (México 1873-1952), Alcides Arguedas (Bolivia 1879-1946) y José de la Cuadra (Ecuador 1903-1941), investigaron en sus novelas la vida regional y las miradas de diversos sectores de sus pueblos, convirtiéndose en referentes de lo nacional para sus respectivos países. Parte de su estética está basada en el realismo literario y pictórico que había florecido en Europa desde fines del siglo XIX, y que había tenido influyentes desarrollos en la narrativa de tema social hispanoamericana, con autores como Clorinda Matto de Turner (Perú 1852-1909) y Manuel de Jesús Galván (República Dominicana 1834-1910), para mencionar solo dos.
La poesía después del modernismo
Ya durante la segunda década del siglo XX, un grupo importante de poetas comienza a distanciarse de la estética modernista. El poema "Tuércele el cuello al cisne" (1911) del mexicano Enrique González Martínez (1871-1952), ha servido como emblema de dicho distanciamiento, ya que critica el uso imitativo de los símbolos más visibles de ese movimiento: los cisnes, las princesas, las joyas. Pero continuaron vigentes el espíritu de innovación y la libertad para combinar tendencias diferentes en diálogo con los procesos modernizadores de su época.
Las poéticas inmediatamente posteriores al Modernismo pueden agruparse en dos direcciones sustentadas en este carácter renovador. La primera, conocida como posmodernismo hispanoamericano[1], enfatiza la simplificación formal y las imágenes accesibles en oposición a la opulencia modernista; la segunda, de tipo vanguardista, radicaliza la exploración sobre el lugar crítico del arte en las sociedades modernas con una intensa experimentación formal. Estas y otras tendencias coexistieron y se entrecruzaron en un amplio rango de variantes regionales y personales.
La que más tarde se llamaría “poesía posmodernista” en Hispanoamérica no fue resultado de un movimiento programático sino un cambio casi siempre gradual de estilo y de intereses temáticos. Un grupo de poetas jóvenes se une al renovado interés en afirmar las culturas y entornos locales (como en la novela regional o de la tierra). Aunque continúan el proyecto americanista de una parte del Modernismo, se oponen a su estética solemne. Un caso es el venezolano Andrés Eloy Blanco (1897-1955), que prefiere las leyendas populares y los paisajes cercanos en un proyecto literario que llama “colombismo”, es decir, descubrir de nuevo el mundo americano, como Colón. Emulando la canción o “trova” popular con léxico accesible a un público lector que sigue ampliándose junto con la clase media, el poeta de Tierras que me oyeron (1921) se concibe como un pintor de paisajes y gentes:
Si queda un pintor de santos, si queda un pintor de cielos, que haga el cielo de mi tierra, con los tonos de mi pueblo, con su ángel de perla fina, con su ángel de medio pelo, con sus ángeles catires, con sus ángeles morenos, con sus angelitos blancos, con sus angelitos indios, con sus angelitos negros, que vayan comiendo mango por las barriadas del cielo. (“Píntame angelitos negros” v. 35-47). |
If there is a painter left who paints saints, who paints skies, let that painter do my land’s sky with the colors of my people, with its angel of fine pearl, with its small time angel, with its blond angels, with its colored angels, with its white little angels, with its Indian little angels, with its black little angels. Paint them while eating mangoes through the heavens shanty towns. |
El lenguaje, tono e intereses son aquí muy diferentes de los modernistas. Hay una voluntad de conectar la aventura poética con la visibilidad que ganan las clases trabajadoras en esos años y con la búsqueda de modelos culturales alternativos. El estilo imita tradiciones populares e incorpora localismos como “catires”, coloquialismos como “de medio pelo” y referencias familiares (el mango, las barriadas).
La poesía posmodernista apuesta entonces por un estilo menos adornado y más directo. En contraste con la musicalidad o preciosismo modernistas, se pone en escena “una emoción que medita sobre sí misma” (Quiroga 339) con un tono sobrio. Un sector enfatiza lo rural, de donde vienen muchos de sus autores. Otro grupo elabora experiencias urbanas. Pero en ambos hay una voluntad de depuración formal y de bajar la voz poética de su pedestal grandilocuente para crear en cambio una atmósfera íntima, acortando la distancia entre la voz poética y el público lector.
Son muchos los poetas y estilos que se han puesto bajo el paraguas del posmodernismo hispanoamericano.[2] Una faceta interesante de este periodo estético es el gran número de autoras que se clasifican bajo dicho rótulo y que ensanchan el horizonte lírico de su época. Esto puede explicarse en parte porque pocas hicieron parte de un movimiento poético programático y por ello caen bajo esta denominación un tanto vaga. Pero al mismo tiempo indica y permite explorar una mayor visibilidad de las mujeres en la vida política e intelectual de naciones en proceso de industrializarse. Algunos nombres destacados son Alfonsina Storni (Argentina 1892-1938), Juana de Ibarbourou (Uruguay1895-1979), Dulce María Loynaz (Cuba 1902-97), Julia de Burgos (Puerto Rico 1914-53) y Yolanda Bedregal (Bolivia 1916-99). En todas ellas puede rastrearse, entre una variedad de temas, la voluntad de configurar identidades menos restrictivas y relaciones más igualitarias entre los sexos. La poeta más sobresaliente del posmodernismo hispanoamericano fue Gabriela Mistral (Chile 1889-1957), primera persona latinoamericana en recibir el premio Nobel de literatura (1945) y una de las fuerzas creadoras de la UNESCO. La escritora chilena desarrolla una poética de poderosa sencillez, tanto en su forma como en su contenido, que labra “una modalidad ennoblecida del habla corriente” (Franco 274). Parte de su obra elabora temas y géneros proverbialmente asociados con lo femenino y lo rural (como canciones de cuna o baladas), modificando de manera sutil el significado de los papeles tradicionales asignados a las mujeres y a las clases trabajadoras. Representa por ejemplo a las madres más allá de lo doméstico, subrayando su poder de influenciar a toda la humanidad, y a los campesinos como fuente de un futuro alternativo.
[1] Es mejor hablar de “posmodernismo hispanoamericano” para evitar la confusión con “Post-Modernism”, término que se aplica a un tipo de producción cultural mundial de fines del siglo XX (que algunos llaman posmodernidad).
[2] Entre ellos se mencionan con frecuencia el puertorriqueño Luis Lloréns Torres (1874-1944), el chileno Carlos Pezoa Véliz (1879-1908), el colombiano Porfirio Barba Jacob (1880-1942), el argentino Baldomero Fernández Moreno (1886-1950) y el mexicano Ramón López Velarde (1888-1921).
Estética modernista vs. posmodernista
Fuentes
- Chang-Rodríguez, Raquel y Malva Filer. Voces de Hispanoamérica. Boston: Thomson & Heinle, 2004.
- Craven, David. Art and Revolution in Latin America, 1910-1990. New Haven: Yale University Press, 2002.
- Davies, Catherine, ed. The Companion to Hispanic Studies. Oxford University Press, 2002.
- Franco, Jean. Historia de la literatura hispanoamericana. Barcelona: Ariel, 1983.
- Fuentes, Carlos. "Las tres revoluciones mexicanas". Nuevo tiempo mexicano. Madrid: Santillana, 1995.
- Henríquez Ureña, Pedro. Plenitud de América: ensayos escogidos. Buenos Aires: Peña del Giudice, 1952.
- Jiménez, José Olivio. Antología crítica de la poesía modernista hispanoamericana. Madrid: Hiperión, 1989.
- Miller, Francesca. Latin American Women and the Search for Social Justice. University Press of New England, 1991.
- Oviedo, José Miguel. Historia de la literatura hispanoamericana. Madrid: Alianza, 2001.
- Paz, Octavio. Los privilegios de la vista: arte de México. México: Fondo de Cultura Económica, 1987.
- Quiroga, José. “La poesía hispanoamericana entre 1922 y 1975”. Historia de la literatura hispanoamericana. Ed. Roberto González Echeverría y Enrique Pupo-Walker. Trad. Ana Santonja Querol y Consuelo Triviño Anzola. Madrid: Gredos, 2006. 318-73.
- Skidmore, Thomas E. and Peter H. Smith. Modern Latin America. New York: Oxford University Press, 2005.
- Winn, Peter. Americas: The Changing Face of Latin America and the Caribbean. 4th ed. Berkeley: U of California, 2005.