6.4: Historia mínima de Hispanoamérica
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Los pueblos originarios del Hemisferio Occidental eran numerosos y tenían una gigantesca diversidad lingüística y cultural. Hacia el siglo XV, dos grandes imperios ocupaban mucha parte de lo que hoy es Hispanoamérica (la parte de América donde se habla español): el imperio azteca (cultura náhuatl) en Mesoamérica y el imperio inca (lengua quechua) en Suramérica.
Conquista
Desde 1492, los españoles realizaron una inmensa campaña militar, religiosa y comercial para explorar, someter, asimilar y aprovechar los territorios descubiertos por la expedición de Cristóbal Colón, que llamaron "Las Indias" y que los cristianos consideraron suyas por derecho divino. Miles de españoles, la mayoría con poca educación y oportunidades en su país, se embarcaron en esta aventura para mejorar sus condiciones de vida y colaborar en la conversión de "los indios" a la religión católica, considerada la única puerta al cielo. Con esta mentalidad, todavía bastante feudal, se inició un rápido proceso de invasión, evangelización y establecimiento de gobiernos, ciudades y centros de comercio, especialmente en lo que hoy es Cuba, México y Perú. Para 1550, los dos grandes imperios azteca e inca estaban bajo el control de España, que extendía sus dominios desde la actual California hasta la Patagonia, con excepción de Brasil, que fue concedida a Portugal (junto con Áfrcia) por medio del Tratado de Tordesillas desde 1494.
Época colonial
Aproximadamente entre 1525 y 1825, todo el territorio hispanoamericano era parte del reino español. Dos centros principales de gobierno eran México y Lima, desde donde gobernaban dos representates directos del rey, los virreyes. En el siglo XVIII se crearon otros dos virreinatos: La Nueva Granada, con capital en Bogotá (1739), y Buenos Aires, con capital en La Plata (1776). A excepción de las ciudades, en que había sistemas de gobierno (cortes) comparables con los de la Península, la mayor parte del territorio era gobernado por militares. La economía era fundamentalmente extractiva y agrícola: minas y cultivos para enviarse a España y desde allí venderse a Europa o al resto del mundo. La mano de obra se componía casi siempre de indígenas y africanos –y de las mezclas étnicas con ellos–, que por lo general recibían por su trabajo solamente lo necesario para subsistir. Madrid tenía una política de estricto monopolio comercial aunque, en la práctica, había piratería y contrabando ilegal por todo el territorio americano ("Las Indias"). Se fomentó una vida cultural activa –con numerosas universidades, iniciativas arquitectónicas y centros de estudios– y diversa –con influencias culturales de África, América y Europa–, pero también restrictiva. En general, solamente los criollos (hijos de parejas españolas) y algunos mestizos (mezcla de español e indígena) tenían acceso a la educación y a posiciones de relativo poder, y las autoridades máximas normalmente eran enviadas y nombradas desde la Península.
A partir del siglo XVII, cuando otros reinos europeos se hicieron más prósperos (gracias, en parte, al comercio de esclavos africanos, a victorias militares y al desarrollo industrial y comercial), vastas regiones del imperio español en América se volvieron zona de contienda por la ocupación y el contrabando, especialmente con Inglaterra, Francia y Holanda, en particular el Caribe y la costa Atlántica de Norteamérica. España no participó en el comercio de esclavos desde África –aunque sí era legal poseerlos en sus territorios– ni fomentó el desarrollo de la manufactura (pues tenía el oro para comprarla de otros países), con lo cual el capitalismo en Las Indias hispánicas se desenvolvió de manera más lenta y desigual que en otras regiones del mundo. Conocer estos procesos coloniales permite comprender muchos aspectos de la mentalidad y la estructura social de los países hispanoamericanos hasta el siglo XXI.
Era de las independencias
Durante el siglo XVIII creció el inconformismo –muchas veces violento– en contra de las estructuras económicas y políticas que imponía Madrid. A partir de 1808, cuando el rey de España fue puesto en prisión por las fuerzas francesas, muchos ciudadanos de Las Indias decidieron organizar gobiernos independientes. Sin embargo, en 1814 se restituyó la monarquía absolutista en España, y se enviaron tropas a América para restablecer el control de la corona. Tras largas guerras, para 1825 todo el territorio continental de España se había reorganizado como un grupo de naciones independientes, orgullosas de su heroica campaña. Solamente los territorios caribeños de Cuba y Puerto Rico siguieron siendo parte de España hasta 1898. Las guerras fueron costosas y desiguales, y los nuevos países enfrentaron múltiples divisiones internas –sociales, políticas y territoriales– así como considerables deudas con la banca internacional, especialmente la inglesa.
Era republicana
De 1825 a 1875, aproximadamente, la vida hispanoamericana se centró en la organización de gobiernos nacionales. La mayoría de los países optó por formas de gobierno republicanas (no monárquicas), pero con democracias restringidas para pueblos acostumbrados durante siglos al régimen vertical de la colonia, pueblos cuya diversidad étnica, cultural y social era difícil de cohesionar en un sentido de identidad nacional, en una época en que las comunicaciones a través de difíciles condiciones geográficas era lenta y en que tanto los líderes (caudillos) regionales como las comunidades étnicas y gremiales exigían autonomía local, por las armas si era necesario. La élite estaba también profundamente dividida entre quienes favorecían el comercio y la modernización y quienes deseaban mantener sus privilegios aristocráticos como señores de las tierras. Además, las economías no competían bien con la dinámica capitalista, y se profundizó la dependencia financiera de potencias extranjeras como Francia e Inglaterra, consideradas el modelo de civilización por imitar. Numerosas guerras civiles, cambios de gobierno, fragmentación de territorios y reescritura de las constituciones nacionales fueron la característica central de la vida sociopolítica de ese periodo, desde México hasta Argentina.
Era exportadora
Hacia los años 1870, muchos países latinoamericanos reorganizaron su economía en torno a las oportunidades que se abrieron con la Revolución Industrial europea y norteamericana, exportando productos específicos hacia Francia e Inglaterra, y poco a poco también hacia Estados Unidos, tales como el café desde Brasil, la carne y la lana desde Argentina, el cobre desde Chile o el azúcar desde Cuba, entre otros. Esto marcó un periodo de relativa prosperidad y estabilidad política, crecimiento de las clases medias y progresivo desarrollo de los centros urbanos. Al mismo tiempo, casi todos los textiles, máquinas, armamentos y objetos de lujo eran importados a precios altos, con lo cual las economías locales eran dependientes de la banca internacional y de los inversionistas extranjeros. América Latina había encontrado su "nicho" en la economía internacional, como proveedor de materias primas para el desarrollo industrial de lo que en el siglo XX se llamaría el Primer Mundo. Había una tendencia hacia la “europeización” de la producción cultural, y parte de la élite latinoamericana se convirtió en una burguesía exportadora con mayor ímpetu empresarial, valorando la innovación técnica y el éxito comercial. Pero base productiva seguía siendo agraria y minera, con el esquema colonial de pagar por la mano de obra solamente lo mínimo para la subsistencia de los trabajadores, de modo que la mayoría del pueblo tenía poca capacidad adquisitiva. La prosperidad, sin embargo, propició levantamientos hacia el cambio social, como fue el caso de la Revolución Mexicana (1910-1919) o la Guerra de los Mil Días en Colombia (1899-1902), por mencionar solo dos ejemplos. Al mismo tiempo, la influencia estadounidense en el continente estaba en ascenso –y continuaría aumentando durante todo el siglo XX–. Políticamente, por ejemplo, Cuba y Puerto Rico se separan de España en 1898 y Panamá de Colombia en 1903, para entrar en la esfera de poder norteamericana.
Era nacionalista
Con la depresión del capitalismo mundial durante los años 1930, la demanda internacional de productos agrícolas y materias primas se redujo a la mitad, la burguesía exportadora se debilitó y la tradicional élite terrateniente retomó el control gubernamental, a menudo con apoyo del ejército a través de gobiernos autoritarios en la mayoría de los países. El ejército recupera así su influyente papel en la política latinoamericana, y reaparecen algunas guerras nacionalistas como las de Bolivia-Paraguay (1933-38); Colombia-Perú (1932-34); Perú-Ecuador (1941-42).
Para responder al desempleo y a la escasez de productos importados, se generaliza la estrategia de incentivar el desarrollo de la manufactura doméstica en una política proteccionista que se llamó “industrialización por sustitución de importaciones” (ISI). Con este fin, los gobiernos subieron los impuestos a las importaciones, fundaron o financiaron nuevas industrias, mantuvieron los salarios bajos, y redujeron los impuestos de los productos domésticos. Se fomentó también una propaganda nacionalista, esfuerzos por recuperar el control estatal de los recursos naturales, y un sentido de orgullo por lo propio frente a lo extranjero. Una de las fórmulas fue el populismo, una alianza proindustrial y promilitar que intentaba incorporar los intereses de empresarios y al mismo tiempo satisfacer algunas demandas obreras bajo el magnetismo de un líder autoritario y carismático, como Perón en Argentina, Vargas en Brasil, Rojas Pinilla en Colombia y, hasta cierto punto, Arbenz en Guatemala, Velasco Ibarra en Ecuador y Cárdenas en México. En otros casos, diferentes partidos políticos incluían varios grupos emergentes (Chile), se los excluía a fuerza de dictaduras (Venezuela, Nicaragua, Paraguay), o se generaban coaliciones para la resistencia armada a través de guerrillas (Colombia, El Salvador). En algunos casos dichas coaliciones lograron tomarse el poder y hacer reformas liberales por un tiempo, como en la Revolución de 1936 en Paraguay, la de 1944 en Guatemala, y la de 1952 en Bolivia. Sin embargo, este tipo de revoluciones se haría cada vez más difícil dentro de la agresiva política estadounidense por asegurar la lealtad del continente en “La Guerra Fría” (1945-1991).
Era de expansión urbana
Con la industrialización y la violencia rural, las ciudades crecieron rápidamente: entre 1950 y 1970, muchas capitales duplicaron su tamaño y su número de habitantes, y la población latinoamericana pasó de ser rural a mayoritariamente urbana. La expansión económica se benefició también con la inversión estadounidense que, después de la Segunda Guerra Mundial, se convirtió en el principal socio comercial del Hemisferio, en tanto que Europa occidental había tenido que liquidar sus inversiones en América para pagar la guerra. Así, Latinoamérica entró de lleno dentro de la esfera de poder de Washington durante la Guerra Fría, en muchos casos rompiendo relaciones con la Unión Soviética y declarando ilegales los partidos comunistas locales –lo cual coincidía además con los intereses de la élite económica–.
Entre tanto, el apoyo popular a los partidos comunistas creció en muchos países latinoamericanos, y la resistencia armada en forma de guerrillas adquirió a partir de los años cincuenta una dimensión nacionalista radical: la “liberación” del imperialismo estadounidense y de la explotación capitalista, a veces con la financiación de la Unión Soviética y China. La victoria duradera de la Revolución Cubana en 1959 fue una motivación para que proliferaran “luchas de liberación nacional” por toda América Latina. Para los activistas populares, por primera vez parecía posible que los trabajadores y campesinos se tomaran el control del Estado y obtuvieran derecho a la salud, a la educación y a un nivel de vida digno por medio de gobiernos comunistas. Los años 1960 fueron de entusiasmo revolucionario y "latinoamericanismo". En Chile, una coalición de izquierda (la “Unidad Popular”) ganó las elecciones en 1970, y Salvador Allende, el nuevo presidente, nacionalizó las minas de cobre que estaban en manos de empresas extranjeras, elevó el salario de los trabajadores y congeló los precios de artículos de primera necesidad, entre otras reformas de tipo socialista. Esto fue un toque de alarma para Washington y las élites, que habían intentado políticas reformistas en los años sesenta con los fondos de la "Alianza para el progreso" de Kennedy, pero ahora optaron por la represión militarista para proteger la "seguridad nacional", aprovechando la línea dura de Nixon. Para 1976, el ejército estaba al mando de casi todos los países latinoamericanos, algunos de corte populista (Perú), otros de extrema derecha (Chile), y se hicieron comunes las políticas represivas, incluso en los gobiernos elegidos democráticamente.
En el campo económico, los gobiernos de los años setenta buscaron controlar la inflación y favorecer la expansión de las corporaciones multinacionales. El crecimiento económico de estos años dependió en buena medida del endeudamiento externo que en solo diez años aumentó de 27 mil a 231 mil millones de dólares. A comienzos de la década de 1980, los mayores deudores (Argentina, Brasil y México) se declararon incapaces de pagar, y la economía total de la región tuvo un descenso acumulativo del 10%. Los prestamistas recetaron estrictas medidas de reforma económica: liquidar el proteccionismo doméstico, reducir el tamaño del Estado (privatizar los servicios públicos, por ejemplo), promover nuevas exportaciones y, sobre todo, facilitar el libre mercado y la inversión extranjera. Estas reformas se conocen como el neoliberalismo o “el consenso de Washington” (sede de las financieras internacionales que defendían estas políticas). Tales estrategias políticas y económicas empeoraron las condiciones de vida de altos porcentajes de la población. Esto fue el caldo de cultivo para actividades desesperadas como el crimen organizado y el terrorismo. El narcotráfico, por ejemplo, se convirtió en un negocio transnacional y multimillonario que comenzó a ofrecer alternativas de prosperidad desde fines de los setenta. En parte financiados por ese negocio, grupos ilegales armados de extrema izquierda o derecha aparecieron o adquirieron nueva fuerza en Colombia (FARC, autodefensas) y Perú (Sendero Luminoso, MRTA).
Era neoliberal
Con el final de la Guerra Fría en 1991, el comunismo mundial perdió credibilidad y las guerrillas de izquierda se debilitaron. Las dictaduras también se quedaron sin su principal justificación (la “Seguridad Nacional”) y sin el apoyo de Washington. Además, la inversión extranjera tendía a preferir la estabilidad constitucional y las protestas civiles de sectores medios en favor de los derechos humanos también hicieron presión interna y externa hacia la democracia. Así, casi todos los países latinoamericanos, excepto la Cuba socialista, tenían presidentes elegidos por voto directo en 1991. La política económica fue de nuevo de apertura comercial, como en los años del liberalismo a fines del siglo XIX, así que esta época se ha denominado "era neoliberal".
En los siguientes años casi todas estas democracias se fortalecieron y ampliaron, con reformas políticas hacia democracias más participativas, como en las asambleas constituyentes de Colombia y Ecuador en los noventa, o en la apertura electoral de México. Esta ampliación democrática permitió el resurgimiento del activismo social. Organizaciones de mujeres, de afrodescendientes, de homosexuales, de defensores de los derechos humanos, entre muchas otras, pusieron de relieve la heterogeneidad sociocultural de la región, disputando la idea de que la respuesta a las necesidades populares podría ser una sola (la revolución, el socialismo). Un termómetro del dinamismo de los movimientos populares fue la fuerza electoral de coaliciones de izquierda que llegaron a la presidencia en muchos países, en una tendencia que se ha conocido como “la ola rosada” (Pink Tide), porque representa una ideología más moderada que el comunismo “rojo” del siglo XX. El tono político es diferente en cada caso, pero entre 2000 y 2009 pueden identificarse dos líneas: una similar al populismo del siglo XX con iniciativas nacionalistas, tácticas autoritarias y actos de transformación constitucional acelerada con consecuencias económicas negativas (Venezuela, Ecuador, Bolivia, Nicaragua), y otra más centrista con políticas que buscaban mantener el crecimiento económico, favorecer la inversión privada y mejorar gradualmente la distribución de la riqueza (Brasil, Chile, Argentina, Uruguay, Colombia). Ambas tendencias favorecen la integración comercial entre regiones con economías comparables (Caricom, Mercosur), pero desconfían de los tratados de libre comercio entre economías demasiado desiguales (NAFTA, CAFTA).
Este viraje hacia la izquierda está relacionado con los resultados mixtos de las reformas neoliberales. Por un lado, la inflación se controló y la apertura comercial produjo índices respetables de crecimiento económico. Por otra parte, el desempleo no se redujo, la inversión social disminuyó, el número general de indigentes aumentó, y la distancia entre ricos y pobres se profundizó: en los noventa, el 10% de los hogares más ricos recibía el 40% de los ingresos. Estas condiciones contribuyeron también al aumento del narcotráfico y de la emigración. Añadiendo otra dimensión al concepto de “globalización”, el alto número de latinoamericanos que ha emigrado –con o sin visa– a Estados Unidos desde los años setenta, a Europa y Asia desde los noventa, y desde Venezuela a toda Hispanoamérica desde los 2010, altera el juego electoral en Washington y fomenta una conciencia continental. Para solo dar un ejemplo económico de su impacto, el Banco Interamericano de Desarrollo calculó que en 2006 estos emigrantes enviaron a sus países una cifra superior a la inversión extranjera de ese año en la región. De este modo, y añadiendo la dimensión de la "economía naranja" o virtual, así como el impacto político de las redes sociales, el lugar de Hispanoamérica en la economía y la cultura mundiales es cada vez más fluido y parece tener ante sí interesantes posibilidades de autonomía y de integración.